Ando por el mundo buscando un contacto. No es verdad, no busco. Solo espero. O tal vez no espero y solo sueño. Esta noche, por ejemplo, soñé que un hombre me deseaba (a falta de esa sensación en la vigilia). En realidad no era un hombre, sino un niño. Alguien muy joven. Y yo me iba y después me desperté sin que pasara nada, sin que existiera ese contacto. Algún analista tendría algo que decir sobre esto. Me descubro comprendiendo que ciertas experiencias simplemente no son para mí, ya no o tal vez nunca lo fueron. Me reconozco viviendo en la ficción de la pantalla con una dolorosa intensidad que no experimento en la calle, en el bar, en casa. Un deseo triste de que la fotografía de mi vida tenga ese color mágico que nunca parece tener. Y no sé si lo que quiero es vivir otras vidas, ser otras personas, respirar otros aires a través de otras narices. Hoy mi amiga me hablaba del libro que está traduciendo, que habla sobre las distancias entre tres "yo": el real, el soñado, el sentido. La tesis del libro, escrito por cierto por un economista, es que cuanto mayor es esa distancia, menor es la felicidad. No he querido, mientras hablaba, pensar qué distancia separa mis yos, porque no, porque no. Mientras escribo veo la foto que puse el otro día en el blog, la de Jack Huston y su personaje con la máscara de lata que tapa su horrible deformidad, su medio rostro destrozado, y pienso en la tristeza y la soledad de ese personaje, la ausencia absoluta de contacto con la realidad, la frialdad con la que mata mientras es dolorosamente vulnerable y frágil y consigue despertar en el espectador, en mí, una mezcla incomprensible de amor y horror y fascinación y lástima. Está solo y está jodido para siempre y no puede ser más que lo que es, le guste o no, y solo cuenta, como decía Blanche Devereaux, con la amabilidad de los extraños.