Viajé a París por segunda vez en mi vida en algo así como 1998, con un novio que tenía. Me había cortado el pelo a lo chico, circunstancia sobre la cual tengo una teoría general: cuando una chica joven y más o menos guapa se corta el pelo así, lo interpreto como un síntoma de que en ese momento algo va mal, o no va como debería, casi como un ataque contra sí misma y contra su belleza, una forma de mostrar al mundo, de forma inconsciente, una fragilidad y un descontento que de otra forma no es fácil mostrar.
Bueno. El caso es que de ese viaje a París hay muchas fotos. Fotos en papel a las que eché un ojo rápido el otro día. En esas fotos sonrío mucho, pero no era muy feliz. El chico con el que estaba se empeñaba en que sonriera para la foto, cosa que a mí no me apetecía casi en ningún momento (y nunca frente a la cámara). Pero la frase era: hasta que no sonrías, no disparo. Y yo sonreía, para acabar con aquello. Estoy guapísima en esas fotos (pelo corto incluido).
Aprendí a sonreír para las fotos en aquel viaje. Y ahora lo hago siempre. La gente suele decir que quedo genial en las fotos. Pero a mí no me gustan. Sí, estoy guapa y estupenda, sonrío mucho. Pero nadie (a veces ni siquiera yo) puede decir si estoy sonriendo de verdad o solamente para acabar con la foto.
Esa soy yo muchas veces. La que se esconde detrás de una sonrisa de mentira para una foto. Otras veces no, claro. Pero realmente me gustan mucho más las fotos en las que no sonrío, porque siento que son más yo. Me saco fotos a mí misma donde no sonrío, donde simplemente pongo una cara idiota, o aprieto el disparador sin pensar en qué cara estoy poniendo. Y me gusta sacarle a la gente fotos en las que no están sonriendo, en las que están como están cuando no hay una cámara delante, simplemente pensando o no haciendo nada. Me gustan las miradas francas a la cámara, o a otro sitio que no sea la cámara, las miradas pensativas, las expesiones fruncidas de enfado o de fastidio, las caras raras que te pillan masticando o diciendo algo o chupándote una muela o con los ojos medio vueltos hacia arriba.
Hasta tal punto se ha convertido en una obsesión genérica captar las sonrisas, falsas o no, que mi cámara tiene una opción detectora de dientes. No es broma. Si la activas, la cámara dispara en cuanto detecta una sonrisa (es decir, en cuanto detecta dientes). Es el colmo de lo ridículo. El ejemplo perfecto de lo tontos que somos.
Dame mis fotos con cara de mala hostia, con mi mirada de verdad. Y sácame sonrisas de las otras, en un bar y con una cerveza en medio.