Había una vieja canción de Sabina que empezaba así:
"—¿Qué adelantas sabiendo mi nombre? Cada noche tengo uno distinto y, siguiendo la voz del instinto, me lanzo a buscar…
—Imagino , preciosa, que un hombre.
—Algo más: un amante discreto que se atreva a perderme el respeto, ¿no quieres probar? Vivo justo detrás de la esquina, no me acuerdo si tengo marido. Si me quitas con arte el vestido, te invito a champán. “
Y a partir de aquí es donde esta canción pierde todo su parecido con la realidad. Porque soltar al barman mil de propina hace años que no lo veo, si es que lo he visto alguna vez, y apurar la cerveza de un sorbo, o dejar de hacer cualquier otra cosa que estés haciendo, interesante o aburrida, porque una mujer se te insinúe, o te diga directamente lo que espera de ti, eso ya no lo he visto en mi puta vida. ¿Mover el culo a cambio de sexo? Uf. No digamos ya valorar la perspectiva de pasar una noche sin dormir.
Joaquín Sabina representa al tipo de hombre, en franca y fatídica extinción, que agradece que una mujer le regale algo, aunque luego no la aprecie por nada más. La mujer que regala ese algo, en cualquier caso, probablemente tampoco espera ser apreciada por nada más. Pero, como digo, es un tipo de hombre que ya no se ve. Lo que se ve mucho es el cagao, el cobarde que juega a que sí pero al final no. Lo que antes se dedicaba a las mujeres y se conocía con el no muy elegante nombre de calientapollas.
Evidentemente, me ha vuelto a pasar. Yo tuve una época en que me preocupaba seriamente que el hecho de tener ganas de follar se me pudiera “notar”. Como si fuera un estigma o una vergüenza. Ya no me pasa (tanto). Pensé que tal vez aceptarlo como algo normal era un paso previo y necesario para poder lograrlo. Follar, digo. Pero no. Tanto entonces como ahora, lo único que encuentro es gente, tíos, que fingen entrar al juego, o entran, para luego soltar un mensaje cortante diciendo que les ha surgido algo muy importante. Un ensayo musical, una visita sorpresa, un hermano a las ocho de la mañana.
Y, cómo no, me quedo pensando qué he dicho, qué he hecho o qué ha pasado. Si es que ellos tienen más posibilidades, más ocasiones o menos ganas que yo de encontrar una pareja sexual de una sola noche que no pida nada más que eso. Hago serio examen de conciencia, lo comento con personas conocidas. Mi conciencia no hace reclamaciones, las personas conocidas, bien por cariño o bien por simple solidaridad, se ponen sistemáticamente de mi parte. Y sigo sin entender nada.
Tal vez el problema resida en que yo necesito conocer al tío en cuestión, saber algo de él. Porque, después de todas las chorradas que suelto sobre la atracción física y todas las fotos de Ronaldo que quieras, al final, como también digo, a mí lo que me pone es la palabra, la mirada, que dentro de ese cráneo haya algo. Bueno, si el tío está como Ronaldo, a lo mejor no tanto, pero de eso no hay (ni yo tampoco puedo ofrecerlo). Que necesito que el hombre me caiga algo bien o me estimule en algún sentido, lo que supongo que hace el “aquí te pillo” un poco más difícil de lo normal. Pero un poco, carajo. No el puto Annapurna.
También sé que el título del post es ligeramente engañoso. Lo que hace Casanova es conquistar, me consta. Tal vez no le hace tanta gracia el hecho de tenerlo fácil (si es que ese concepto se da en la naturaleza en absoluto, que yo lo dudo; porque una cosa es una mujer favorablemente dispuesta y otra muy distinta… otra muy distinta). Pero es que de eso ya ni hablamos. Que me conquisten. Como una mujer del siglo XXI espere a ser conquistada, muere virgen. Como hay Brus.
No. Definitivamente no lo pillo. Algo tengo que estar haciendo mal.