Dejando aparte que también tengo cosas como Nurse Jackie o Modern Family para echarles un ojo una tarde que tenga un rato.
Eso más todo el cine. Sin mencionar detalles sin importancia como la familia, la vida social, el trabajo, las clases de inglés con mi nuevo profe escocés (por si echaba de menos algún acento raro, brotha) y el sueño, los viajes, los conciertos y los libros.
Todas son buenas. Todas os las recomiendo encarecidamente (aunque unas os pegan más que otras). No quiero ni oír hablar de dejar de ver ninguna.
Se comprende que tenga la cabeza en cualquier sitio menos donde la tengo que tener.
Soy un lobo solitario Siempre lo fui y lo seré Me siento bien. Estoy resignado a esto. Soy un lobo solitario, soy un lobo solitario.
Tengo mis preocupaciones envueltas muy pulcramente en mi maleta. La bajaré por la calle hasta un lugar con mucho espacio para mí. Soy un lobo solitario
Soy un lobo solitario. Me deja alucinado que la gente quiera intentar llegar al interior de mi cansada cabeza. Soy un lobo solitario soy un lobo solitario.
Soy un lobo solitario, nadie tiene necesidad de acercarse demasiado a mí. Sólo verás esta verdad. Soy un lobo solitario.
Debe instalar el televisor cerca de una toma de corriente de fácil acceso. (Da igual que le gusten más los enchufes, o incluso la mujer, de su vecino.)
Coloque el televisor sobre una superficie plana. (No le gustan las cuestas.)
No instale el televisor boca arriba, boca abajo, hacia atrás ni de lado. (Póngase derecho.)
No instale el televisor sobre una cama, sobre una alfombra o dentro de un armario. (Lo que quiere usted es ver la tele, no follársela ni ponérsela a juego con los zapatos.)
Inserte el enchufe totalmente en la toma de corriente. (Y si no lo hace, no se extrañe de no ver nada.)
Evite tropezar o enredarse con los cables. (Si puede, porque parece un poco torpe.)
No coloque sobre el aparato ningún objeto lleno de líquido como los floreros. (Incluso aunque encuentre un sitio donde hacerlo... a no ser... ¡que lo haya instalado boca arriba! ¡No lo haga!)
No arroje ningún objeto contra el televisor. (Está feo y le duele.)
No deje que los niños suban al televisor. (Eso también le duele. Y además da mal rollo. Eduque a los niños.)
Y por último...
Se necesitan dos personas para transportar un televisor grande. (Televisor no apto para gente rara que vive sola.)
De todas las canciones que pude escuchar en el concierto de Leonard Cohen del domingo pasado, la que se me quedó enganchada con más fuerza fue esta.
No recordaba haberla oído jamás. Después, pensando, comentando y leyendo, resulta que debería conocerla tan bien como todas las demás. Pero no era así. Simplemente, el cajón donde la guardaba se ha perdido. Y esa noche, hoy hace una semana, la escuché por primera vez.
Lo que considero un regalo de la vida.
Chelsea Hotel # 2
I remember you well in the Chelsea Hotel, you were talking so brave and so sweet, giving me head on the unmade bed, while the limousines wait in the street.
Those were the reasons and that was New York, we were running for the money and the flesh. And that was called love for the workers in song probably still is for those of them left.
Ah but you got away, didn't you babe?, you just threw it all through the ground, you got away, I never once heard you say, I need you, I don't need you, I need you, I don't need you and all of that jiving around.
I remember you well in the Chelsea Hotel you were famous, your heart was a legend. You told me again you preferred handsome men but for me you would make an exception.
And clenching your fist for the ones like us who are oppressed by the figures of beauty, you fixed yourself, you said, "Well never mind, we are ugly but we have the music."
And then you got away, didn't you babe, you just turned your back on the crowd, you got away, I never once heard you say, I need you, I don't need you, I need you, I don't need you and all of that jiving around.
I don't mean to suggest that I loved you the best, I don't keep track of each fallen robin. I remember you well in the Chelsea Hotel, that's all, I don't even think of you that often.
Te recuerdo bien en el Hotel Chelsea. Hablabas tan valiente y tan dulce chupándomela en la cama deshecha mientras las limusinas esperaban en la calle.
Aquellas eran las razones y aquello era Nueva York, corríamos por el dinero y la carne y a eso lo llamaban amor los trabajadores de la canción, probablemente todavía lo llaman así los que quedan.
Pero te fuiste, ¿no, niña? Lo tiraste todo al suelo y te alejaste, ni una vez te oí decir te necesito, no te necesito te necesito, no te necesito y toda aquella cháchara.
Te recuerdo bien en el Hotel Chelsea tú eras famosa, tu corazón era una leyenda. Me dijiste otra vez que preferías los hombres guapos pero que, por mí, harías una excepción.
Y cerrando tu puño por aquellos como nosotros, oprimidos por los cánones de belleza, te arreglaste, dijiste, "Bueno, no importa, somos feos pero tenemos la música."
Ah, pero te largaste, ¿no, niña? Simplemente le diste la espalda a la multitud, te largaste, nunca te oí decir te necesito, no te necesito te necesito, no te necesito y toda esa cháchara.
No intento sugerir que fui tu mejor amante, no llevo la cuenta de todos los pichones que cayeron. Te recuerdo bien en el Hotel Chelsea. Eso es todo. Ni siquiera pienso en ti tan a menudo.
Hay muchas frases de esa canción que son especiales, que resumen muchas ideas en pocas palabras o que simplemente me dejan proyectar mis sentimientos, que es lo que se les pide a las canciones para amarlas sin (más) condiciones.
Tal vez nunca la había escuchado como la escuché el domingo, tal vez el estado de alma necesario ocurrió justo ese día, en ese momento, sentada sola en aquella grada, tan lejos de todo como me siento últimamente. Qué coñazo.
Pero esta canción me habló de cosas que creí reconocer en mis sentimientos y en mi vida, probablemente más en mi vida pasada o en la vida que daría algo por tener, me habló de momentos perdidos.
Es que te echas en cara ser como eres. Vale, sí, son defectos, son incómodos de tener. Jode ser así, todo eso. Pero eres como eres, el nudo del estómago solo se hace más grande si te castigas. Obsesiva, instatisfecha, anhelante, hambrienta. Todo eso. Está mal, ojalá fuera de otra forma. Pero no es de otra forma. Es así. Cuando algo entra, se queda. Empieza el proceso de centrifugado. Déjalo. Déjalo ser así. No pasa nada. No es para tanto.
Pero sí, tal vez, hazte dueña de tu vida, no busques lo que no quieres, no des lo que no quieres, no seas lo que no eres, decídete de una vez a darte a ti misma la cara, afróntate. Enfréntate.
De repente tengo que respirar hondo, hondo, más hondo. Otra vez esta sensación de que algo no va bien (cuando todo va cojonudamente).
Volver de un viaje, decía hoy mi amigo, es difícil. Será.
Y quiero escribir y no puedo, parece no haber.
Quiero escribir sobre el concierto del domingo pasado, casi es domingo otra vez y aún no lo he hecho. Apenas he hablado de él, salvo la anécdota del inevitable imbécil y dos más. Y una vez que lo intenté pero no sé qué pasó, que de repente nadie estaba escuchando.
Pero no he hablado de Suzanne (y yo sin batería para llamarte from my place near the river) o de cuando me eché a llorar oyendo Chelsea Hotel (I need you, I don't need you). O de In my secret life, que no es mi canción favorita de Ten new songs hoy, pero lo fue una vez. Cuando tenía una. Una vida secreta. Me gustaba tanto. But I know what is wrong and I know what is right, and I'd die for the truth.
O de Bird on a wire, de la que recuerdo tan bien la primera vez que la oí. I have tried in my way to be free.
O de cuando el tipo sentado a mi lado, quieto durante todo el concierto, y yo no pudimos evitar gritar so long, marianne, solo una vez, por favor, aunque el show había estado caracterizado por una audiencia respetuosa y silenciosa (salvo los aplausos y los gritos entre canción y canción).
No puedo decir nada de todo eso. Nada de lo que diga puede explicarlo.
Solo hay esta desazón que no se debe a nada. Tal vez a la vuelta improbable de un aún más improbable viaje. Tal vez a todo lo que no hay.
Últimamente me pregunto cuántas veces en mi vida he pensado hacer cosas y me he rajado de hacerlas tras pensarlo una segunda vez. Cuántas veces he guardado la ropa antes de echarme a nadar. Cuántas veces he renunciado a nadar por no perderla (por ni siquiera pensar en quitármela).
Una de las frases de la historia del pop español que me definen como un diccionario: "la cosa pierde color cuando la piensas dos veces, y más dispuesto pareces a pensar en lo peor".
Y eso es equivalente, ni más ni menos, a una vida a medio gas. Sin sabor. Y es que más de una vez he pensado que tal vez cuando sea vieja, cuando ya no tenga nada que perder. Como si ahora lo tuviera.
Ni siquiera estoy hablando de correr verdaderos riesgos. Soy demasiado prudente como para eso, incluso aunque no quiera.
El viernes fue el cumpleaños de un compañero de trabajo (y amigo). Salimos por ahí, nos tomamos unas copas y se me hizo de día en el camino a casa (o casi).
Hacía meses que no salía por la noche hasta tan tarde. Uno de los síntomas de que me estoy haciendo vieja es que no me apetece una mierda estar en la calle a partir de la una o las dos de la mañana. Me agobio y me quiero marchar. Empiezo a bostezar y, esté con quien esté, me aburro. Me piro y ya está. Pero el viernes esto, para variar, no me pasó. No recuerdo haber mirado el reloj en toda la noche. La conversación saltaba entre unos y otros y era fluida y distendida. Las sensaciones eran agradables.
Pero quiero hablar de la sensación de ser mayor que tuve en uno de los bares. Estábamos allí, tomando nuestra copa. El bar no estaba lleno, pero le sacábamos fácilmente una media de 15 años a todo el mundo, incluidos los camareros (muy guapos los dos, por cierto, el alto y el del tupé). De hecho, sin salir de nuestro grupo había una diferencia de edades, entre el mayor y el menor, de diez años (de 33 a 43, a ojo).
Y en ese bar estaba sonando la música que a mí me gustaría si yo tuviese eso, diez o quince años menos. Pero era una música que no me sonaba de nada. En la vida había oído aquellas canciones. En ese momento me di cuenta de lo lejos que estoy de eso: de la música, de los bares, de trasnochar divirtiéndome. De los 20 años, en suma.
Después, no sé si por deferencia hacia nosotros o por simple gusto personal del camarero que se encargaba de la música (el alto), empezó la cosa a ir hacia atrás (y nosotros hacia arriba). Lo primero fue Sabina, con su Pacto entre caballeros, pero después sonaron Los Rodríguez (Hace calor) y luego Loquillo, con su Rock and roll star (la primera versión del año 81, además). Los dos más jóvenes del grupo nos miraban cantar y nos decían "ahora no os quejaréis". Cuando nos fuimos, Carlos Segarra cantaba Mediterráneo.
En el siguiente bar nos deleitaron con La mataré y le gané una apuesta al más joven del grupo porque reconocí en el primer acorde First we take Manhattan, asombrosa de escuchar incluso en un bar como ese.
El caso es que no sé por qué últimamente pienso tanto en eso, por qué me siento vieja. Es posible que algo tengan que ver los compañeros de clase y de casa en Australia, que andaban por los veinte, y mi propia cercanía a los 40, que me parece completamente inverosímil, pero no por eso menos cierta. Tal vez es que me cuesta hacerme a la idea de que estoy llegando al punto más alto, que de hecho ya me siento en él, que me da miedo ser consciente de que nunca en mi vida he sentido con más fuerza la plenitud y eso es el principio de algo muy diferente, que mis mayores son mayores y se arrugan y son mucho menos fuertes que antes. Que ahora yo estoy empezando a ser la adulta y ellos, los viejos.
Así que, en el camino a casa mientras el color del cielo cambiaba de negro a gris, luchando contra los efectos de un más que probable garrafón y con los zapatos en la mano porque no podía dar un paso más con los tacones puestos, pensé en todo eso.
Después llegué a casa, escuché Alexandra leaving y me fui a dormir.