14 julio 2008

Saving private Ryan, Steven Spielberg, 1998

Omaha Beach.

Ponemos la cámara en Normandía. La hacemos agitarse en la lancha de desembarco, junto al sargento que masca tabaco, el capitán con temblor de parkinson y el soldado que besa su cruz porque se sabe un instrumento de dios. La hacemos mirar estoica o asombrada, sin apartar la vista, cómo mueren los primeros. Como blancos de entrenamiento, como fardos, caen agujereados.

(Y es que, algo que no vemos ni llegamos a saber, la única opción de los chicos del SS Standartenführer Kurt Panzer Meyer, niños apenas en un país en el que quedan cada vez menos hombres disponibles, es disparar hasta morir ¿qué otra cosa, si no? Es la guerra. Es lo que saben hacer. Es lo que tienen que hacer.)

Y mueren. Caen como moscas. Tiramos la cámara por la borda como un soldado más, y sin respiración vemos cómo nuestros compañeros se desprenden de sus fusiles para no caer al fondo y morir ahogados. Vemos las balas atravesando el agua y clavándose en los cuerpos. Sangre en el agua. Hombres muertos. Inútiles mochilas abandonadas en el lecho del mar.

Sacamos a flote al espectador mojado, lleno de frío y de miedo. Respira una bocanada de aire que parece devolverle la vida. A medida que avanzamos hacia la arena de la playa las balas vuelan, rebotan contra los metales, silban amenazando de muerte; por todas partes gritos de desesperación, de terror.

¿A qué huele? El olor del mar, el olor de la arena mojada, el aire pesado y húmedo del océano en un día de nubes grises, bajas, plúmbeas, se mezcla con el olor metálico de la sangre que mana y se diluye en el agua, que se filtra en la arena y que mancha los uniformes mojados de los soldados que lloran y llaman a sus madres, aterrados. Huele también a metal fundido, a humo, probablemente a mierda, a entrañas vaciadas.

Todo es caos y nadie sabe qué está sucediendo. Solo que los proyectiles llueven por todas partes y hay que correr, correr. Que en algún momento alguien cae junto a ti y llora y vocifera de dolor, y lo coges por el cuello de la chaqueta y lo arrastras hasta que te das cuenta de que ya no llora más porque estás arrastrando medio cuerpo irrealmente ligero. Que ves cómo las balas atraviesan los cráneos de los soldados y no puedes sino correr hacia cualquier parapeto.

Nadie parece saber por qué está ahí, ni para qué, ni qué hacer, ni dónde ir. Un hombre que es un capitán se convierte en un símbolo. Esos detalles que en los desfiles militares no tienen apenas sentido porque en tiempo de paz es difícil comprender lo que ocurre en otros tiempos, adquieren de pronto importancia. Los galones aportan una referencia, un vínculo con la razón, con lo comprensible. Cuando el mundo se hace tan plano que lo único importante es el siguiente paso y alguien que te diga qué debes hacer. Aunque tampoco lo sepa. Solo seguir ciegamente adelante.

Cuando los hombres son solamente un conjunto de músculos agarrotados por el frío y el miedo y lo único que demuestra que son hombres es que se sabe a ciencia cierta que los animales nunca harían una guerra; cuando el mayor ejemplo de organización humana pone al hombre al nivel de disciplina y obediencia de la hormiga; cuando una secuencia te hace comer arena ensangrentada y ofrecer tu chicle al capitán para pegar un espejo a la punta de la bayoneta…

(Objetivo: acabar con los chicos de Panzermeyer, tomar la playa, matar, morir, salvar Europa, ser el Bien del Mundo, la Mano de Dios.)

Entonces el cine sí, efectivamente, sirve para algo.

Esto es solo la primera secuencia de la película, tal como la vi hace unos años. Sirve para meternos en la acción, para contextualizar y presentarnos a los personajes que nos acompañarán las próximas dos horas.

Y también sirve crear un contraste entre la mortalidad anónima, la locura aparentemente caótica de la guerra y el rescate de un hombre que por una carambola desgraciada del azar toma relevancia entre cientos, miles como él, y adquiere nombre y apellidos.

Hace unos años leí Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, y recuerdo haber pensado entonces en lo lejos que están en una guerra las intenciones, las ideas y las percepciones de los oficiales con respecto a las de los soldados que llevan a cabo sus indicaciones. Aquí pasa un poco lo mismo. No es igual estar en un despacho a miles de kilómetros de las balas y la muerte que estar ahí debajo. No se ven las cosas igual.

Pero el grupo de soldados que emprende la búsqueda de James Ryan (Matt Damon) emprende además un camino de comprensión y profundización en el símbolo. Y de eso creo yo que trata esta película. De símbolos.

No quiero poetizar sobre la guerra porque la guerra es una mierda. Pero esta película es un símbolo. Y es un símbolo de muchas otras cosas además de la guerra.

3 comentarios:

k dijo...

Javi, pongo los títulos en inglés porque soy una ferviente defensora de la versión original. El título de esta obra está en inglés, igual que el resto de los diálogos que contiene. Sin embargo, mi idioma es el castellano, y mis comentarios son mi propia obra, por lo tanto escritos en mi propio idioma. Espero que mi explicación te satisfaga :)

Anónimo dijo...

Genial la escena. Real como la guerra misma. Impresiona el desperdicio de vidas, la aparente táctica de avanzar en mogollón porque no habrá balas para todos.
Y me ha gustado tu forma de describirlo todo.

Filisteum dijo...

En cuanto a los títulos, me encantará ver cómo te defiendes el día que comentes "el acorazado Potemkin", "la vida de los otros" o "fresas salvajes", por ejemplo.

:-))

Y ya que hablas del capitán como referencia, me permito contar la batallita contraria, como buen abuelo Cebolleta.

Los chicos de Panzermeyer se retiraron al interior, y cuando se esperaba de ellos que huyeran contraatacaton en Argentan, y Saint Lo, aterrorizando a los aliados. Eran niños, y omo niños, inconscientes, y como insconscientes, temerarios.

Finalmente, tras mucho sufrimiento, consiguieron cercarlos en Falaise.

Y allí, Panzermeyer, un general de veintiocho años con soldados de quince, se bajó de su vehículo y a pie, dirigió una carga de cien tanques contra las líneas enemigas para romper el cerco.

Esa fue la última carga de caballería que registra la historia. Con caballos de acero. Con tres mil chicos en tanques siguiendo a un demente que corría sobre el barro.

Porque tenían miedo. Porque era su general y no creía en Dios pero sí en lo imposible.

Y en medio de la niebla y el asombro no supieron qué hacer para detenerlo.

Panzermeyer, muchos años después, murió de viejo, o de una enfermedad cualquiera.

O de paz.

Que hay hombres que de paz también se mueren.

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P.D: ¡Asoma algún día, cabrona!